La Melodía del Color de Edrix
Cruzado
Quizá nunca hubiese soñado con la
pintura. En su Puerto Rico natal, de sones calientes y de paisajes agrestes, se imaginó alguna vez bailarina, cuerpo cimbreante en la alta noche de las verbenas, nardo oscuro que se entrega con
la fuerza de un vendaval al embrujo de la melodía. El azar quiso que abrazarse la psicología; el arte continuaba sin aparecer en su horizonte. Sin embargo, hacia 1990, instalada ya en
Zaragoza, Edrix Cruzado descubrió que tenía sentido del color, gracilidad en el empleo de los lápices, intuición musical para trasladar al papel. Y así, como una broma, como un ejercicio un tanto
lúdico que le permitía desembarazarse del tedio o de las añoranzas, fueron surgiendo sus garabatos, sus culebras azules que se hundían en un río rojo, las lianas infinitas y rugientes que
ondulaban en una selva virgen. Los folios se multiplicaban en las carpetas, abocetó sueños y fantasmagorías que apenas eran algo más que un apunte de formas, una iniciación a los bosques, una luz
temblorosa y desdibujada por un amasijo de texturas y de fuegos. Lentamente, en cada tarde detenida, noche a noche, nacía una artista, una mujer distinta que experimentaba con la vida a través de
los dibujos, de la composición libre, de la ondulación del agua en un océano clandestino de manchas.
A medida que conocía las técnicas y los pintores (sus favoritos son Guinovart y
Millares, aunque a veces se acuerda de Jackson Pollock y Mark Rothko), fue perdiendo la inocencia, la mano traviesa, y se adentró en otros túneles, en otras sombras. El cuadro fue sometido a un
nuevo orden: sobre un fondo más o menos disuelto de azules o rosados, emergían varias líneas, una cruzaba en una leve diagonal el espacio. Ahí había una formulación etérea, un candor inaprensible
semejante al de Klee o de Miró cuando entretejían armonías mudas, cuando derramaban peces, lunas o signos en el lienzo como si fuesen las notas de un pentagrama. A este estadio, no fugaz pero sí
hermoso, siguió una severidad inesperada, el encuentro con una rigidez aparente: la composición se hizo más austera, más simétrica, dominada por grandes masas monocromas. Aquí el rojo dialoga con
el amarillo, el verde se enfrenta al negro, y la geometría se impone siempre con contundencia y exactitud, como si ajustase una frontera, un equilibrio tajante.
Unos catones completamente pintados de negro marcaron un momento de tránsito, un
período de meditación. Apenas unas incisiones en blanco y gris o una estilizada presencia de fibras arañaban la superficie oscura. Esa serie, agrupada bajo la modalidad de variaciones sobre un
tema, es delicada, sutil, arriesgada, un manifiesto de contención y de lirismo; parece una constelación musical, la sinfonía de los astros. Pero Edrix Cruzado no había dejado de saltar los
límites, no había dejado de buscar: de los colores primarios, de la noche fosca de los cartones, ha pasado al empleo de unos tonos terrosos, esas gemas que invocan el recuerdo de la arena, del
ladrillo, del campo yermo, amarillos cremosos que fluyen entre olas temblorosas y oscuras. Las tintas ya no son planas, sino más imprecisas, mares de trigo, insinuación de volúmenes desmayo del
alma, remanso.
Un detalle marginal desvela el esfuerzo de la artista: pinta durante horas, trabaja
durante días con el lienzo sobre el suelo. Es decir, cabriolea, repta y se encarama sobre la materia; antes, en un recorte minúsculo y cuadriculado, ha hecho sus pruebas, ha rasgado el cuerpo, la
luz y la forma de su inmediata aventura. Ha dejado de utilizar el pincel y la espátula, emplea un trapo y prepara sus propios acrílicos. Esta pintora recental ha entrado con fuerza en el arte
(quizá porque, tal como afirma, entiende “el arte como un juego”), con intensidad y con riesgo. Su evolución no se detiene y cada una de sus obras es como un despojo y una razón de sí misma, el
estallido de una interioridad atormentada que se ha transformado ya en tensión, pureza, armonía y gozo para la vista.
Antón Castro
Novelista y Periodista